La campaña consiste en tres partidas, aunque las dos primeras solo darán beneficios para la última, que es la que decidirá el resultado. Esto está hecho para que cualquiera de los jugadores mantenga intactas las ilusiones hasta el final, independientemente del resultado anterior, pero premiando lo que haya pasado antes para que no resulte intrascendente.
La primera partida representa la llegada de las dos fuerzas al planeta, sin que ninguna de ellas sea consciente de la llegada de la otra. La idea es que las tropas vayan llegando de manera escalonada, como si de un desembarco se tratara, enfrentándose al combate en cuanto tomaran tierra.
Para esto, el límite de puntos por ejército es de 1.200 puntos. Las fuerzas deberán dividirse en tres fragmentos de aproximadamente 400 puntos (lo más cercano que se pueda en cada bloque). Uno de ellos estará al inicio del juego, otro podrá entrar como reservas a partir del turno 2 y el último a partir del turno 3, siguiendo las reglas habituales de reservas.
Se utilizará el mapa de despliegue de "El amanecer de la guerra", con las siguientes condiciones de victoria:
- Habrá un objetivo primario en el centro de la mesa, que dará 3 puntos al jugador que lo controle al final de la partida.
- Al final de la partida cada jugador recibirá 1 punto por cada unidad completamente destruida
- Se utilizarán los objetivos secundarios de "Matar al señor de la guerra", "Rompefilas" y "Primera sangre".
El ejército ganador obtendrá una Línea Aegis (equipada a gusto) sin coste de puntos para la tercera y última partida.
A continuación, el resumen de la primera batalla escrito por Marcos, desde el punto de vista del comandante de su ejército de Mil Hijos.
A continuación, el resumen de la primera batalla escrito por Marcos, desde el punto de vista del comandante de su ejército de Mil Hijos.
Akh'suun repasó una vez más los datos que se mostraban en la pantalla holográfica de su nave insignia, que orbitaba junto al resto de su flota en órbita geoestacionaria sobre Prospero, y soltó un bufido de desagrado. El príncipe demonio se inclinó sobre los controles y con sus cuatro brazos tecleó furiosamente en la consola de mando, buscando más datos sobre el desastre que se desplegaba ante sus ojos. Los informes de los supervivientes eran desoladores, los pocos que habían regresado de una, supuestamente, sencilla misión de reconocimiento. Cuatro soldados de infantería retro-propulsada y seis cultistas fanáticos que apenas podían distinguir la realidad de sus visiones disformes a causa de tantos años de adoctrinamiento; eso era todo, los únicos que habían vuelto a su base de operaciones para informar.
Arrugando el hocico de chacal de su bestial cabeza, Akh’suun gruñó y maldijo entre dientes. El hechicero Vaaltor, uno de los estudiantes más prometedores del culto a Tzeentch apadrinado por el príncipe demonio, había estado al mando de la fuerza operativa que acudió a investigar la emisión de la misteriosa señal desde el planeta Prospero. Era su primera misión sobre el terreno, un mando de confianza y una oportunidad inmejorable para que demostrase su potencial a ojos de sus señores, que incluso le concedieron el tremendo honor de darle el mando sobre dos escuadras de Mil Hijos, los sirvientes más apreciados de Tzeentch. Y lo había echado todo a perder.
Como Vaaltor mismo se contaba entre las catastróficas bajas de aquel día (al menos eso lo había hecho bien, no había tenido la osadía de volver con vida ante su amo), Akh’suun no tuvo más remedio que recurrir a sus poderes psíquicos para encontrar a su desdichada esencia vagando por la Disformidad. Recluido en la oscuridad de su cabina de mando, con el leve zumbido de los cogitadores de fondo y el traqueteo constante de los datos que pasaban por los apéndices mecanizados de servidores fusionados con los sistemas de a bordo, el príncipe demonio se sentó en cuclillas en un rincón, cerró sus ojos de alimaña y, relajando la respiración, absorbió todo el poder de la Disformidad para abstraerse del odioso mundo real y regresar temporalmente a su verdadero hogar, el Reino del Caos.
Las corrientes de poder tiraron de las telas de su túnica y ulularon alrededor de sus orejas, tiesas por la emoción del regreso. Sus ojos barrieron las inmediaciones, un remolino de energía multicolor en el que se adivinaban las siluetas de demonios menores, los rostros agonizantes de los condenados y varios caminos luminosos entre el Caos reinante, senderos de luz que sólo los entes más poderosos podían detectar y que servían como guía para los viajeros. Pero Akh’suun no tuvo que ir muy lejos, ya que su estimación había sido correcta y el alma maldita del condenado Vaaltor estaba a poca distancia, arrastrándose en forma de gusano blando y lechoso con esfuerzos patéticos para evitar la poderosa presencia que, sin duda, había sentido materializarse desde el mundo real. Sabía de sobra que su amo acudiría a pedirle explicaciones, que su tormento aún no había terminado, ni mucho menos. Y el cobarde se retorcía, chillaba de terror con voz inaudible, rodaba y gemía en un vano intento por evitar lo inevitable. Akh’suun alargó uno de sus brazos y agarró con fuerza la patética larva con su poderosa zarpa garruda. El simple contacto tuvo que causarle a la mísera forma de Vaaltor un dolor inimaginable, una agonía atroz. El demonio sonrió.
La mente del hechicero condenado se abrió ante él como un libro, su voluntad penetró en los recovecos más oscuros de su psique con la facilidad de una espada sierra degollando a un humano. Su sondeo detectó una patética fidelidad absoluta y unos rastreros deseos de agradar a su señor a cualquier precio, aplastó tales sentimientos con una oleada de odio abrumador y se centró en lo que quería: los recuerdos sobre las últimas horas de vida del hechicero, la información sobre qué había pasado en la superficie del planeta rojo. Una vez que accedió a esos recuerdos, pudo saber de primera mano lo ocurrido.
A través de los ojos de Vaaltor vio una plataforma gravítica metalizada, que emitía leves destellos azules bajo los rayos del sol de Prospero. Varios rayos de energía verde salieron disparados contra su escuadra, causando la muerte de un par de Mil Hijos que se habían visto sorprendidos por la súbita aparición de la aeronave al otro lado de un enorme obelisco que aún se sostenía en pie. El hechicero ordenó a sus tropas cubrirse, escondiéndose él también tras unos gruesos muros con alambre de espino. Furioso por tamaña cobardía, el príncipe demonio estrujó el cuerpo de la gruesa oruga hasta que se abrieron varias heridas lacerantes en su babosa superficie y empezó a manar un ícor verdoso. La mente de Vaaltor quedó anegada por completo en un dolor insoportable que impedía cualquier lectura de sus recuerdos, así que, de mala gana, Akh’suun aflojó su mano. Tras la plataforma se movían las formas humanoides de varios robots en formación dispersa, que avanzaban con fría determinación con las armas preparadas. Necrones. El príncipe demonio contuvo otra oleada de ira e intentó comprender qué significaba la presencia de ese enemigo ancestral en su planeta natal.
Los recuerdos de Vaaltor mostraban a sus rapaxes entrando por el flanco derecho de la batalla, a cubierto de una gloriosa esfinge aún decorada con los vistosos colores de su culto, para frenar el avance de unos espectros mecánicos que agitaban sus tentáculos metálicos en el aire. Lograron frenarlos y destruirlos, aunque aquella pírrica victoria costó más de lo esperado y Akh’suun no estaba seguro de que lo complaciese del todo. Los necrones estaban entrando con fuerza por el centro de la línea, irrumpiendo con sus naves de transporte entre una colina y la punta de una antigua pirámide que había quedado enterrada bajo las rojizas arenas de Prospero. Cuando el hechicero reunió el valor suficiente para ordenar avanzar a sus tropas, el enemigo ya se había consolidado alrededor del obelisco y una guadaña descargó ante ellos una escuadra de necrones con armamento pesado, los temibles Inmortales. Todo parecía ir de mal en peor, Vaaltor se preguntaba dónde estaban sus refuerzos y el puñado de cultistas que llegó en su apoyo por el flanco izquierdo, junto a un templo adornado con poderosos halcones tallados en sus columnas, estaban aún demasiado lejos para ser efectivos. El hechicero-general hizo uso de sus poderes psíquicos y todas sus tropas descargaron sus armas contra ellos, diezmándolos pero no aniquilándolos. La ineptitud de aquella criatura que se retorcía en su zarpa empezaba a enervar profundamente al príncipe-demonio; parecía que toda la confianza que se había depositado en ella era infundada, la decepción, máxima.
El caza que apoyaba las operaciones de los Mil Hijos desde el aire hizo por fin acto de presencia, pero se lanzó alocadamente al combate y fue derribado sin grandes complicaciones por la plataforma gravítica, que controlaba el centro de la batalla sin que Vaaltor fuese capaz de anularla de ninguna forma. La carencia de ideas del hechicero quedó de manifiesto cuando entró en combate el Bruto infernal y le ordenó avanzar a ciegas hacia la esfinge, donde el fuego concentrado de los fusiles gauss necrones lo destruyó casi al instante sin haber podido hacer nada. Sólo un rayo psíquico lanzado por el hechicero-general logró penetrar el escudo de la plataforma y causarle algún daño, pero tarde y sin esperanzas ya de poder derribarla. La otra escuadra de Mil Hijos, enviada tras la primera como refuerzo, fue sufriendo bajas lenta pero inexorablemente hasta ser eliminada también por unos necrones omnicidas que habían desembarcado en la retaguardia de sus filas. La reacción de los rapaxes supervivientes fue valiente, pero tardía, ya que no llegaron a tiempo de evitarlo.
En medio de aquel desastre Vaaltor intentó trabarse en combate singular con el comandante necrón, que avanzaba bien cubierto por una gran escuadra de máquinas, pero no le dieron oportunidad. Dudoso aún sobre su siguiente movimiento, lo último que vieron sus ojos fue a la turba de cultistas avanzar sin descanso bajo el fuego enemigo hasta llegar, diezmados, al obelisco central para disputárselo a sus enemigos a pesar de las atroces bajas sufridas y la poca esperanza que quedaba. Después, el fuego concentrado de una veintena de rifles gauss se descargó sobre él, despedazándolo con crueldad hasta que los restos de su humeante servoarmadura cayeron sobre la arena y fueron pisoteados por las piernas mecanizadas de los necrones.
La zarpa de Akh’suun se cerró con violencia, aplastando al gusano infecto que sujetaba entre alaridos agónicos, sacudió la mano para librarse de las babas verdes que resbalaban por ella y se dispuso a salir a regañadientes de la Disformidad. Cuando abrió de nuevo los ojos de su cuerpo físico volvió a encontrarse en la cómoda oscuridad de su rincón en el centro de mando, sabiendo mejor lo que había pasado pero dudando aún sobre su curso de acción. Parecía que la misteriosa señal emitida desde la superficie de Prospero también había llamado la atención del milenario imperio necrón, lo cual complicaba mucho las cosas. Si las antiguas marionetas de los C’tan mostraban interés merecía la pena investigar más la procedencia de la baliza, aunque sólo fuese para desbaratar sus planes. Consultando los mapas planetarios e intuyendo el siguiente movimiento de sus rivales, Akh’suun impartió varias órdenes a sus capitanes con vistas al siguiente enfrentamiento: la pirámide de Tsoreph, cercana al punto de origen de la señal y en la cual se rumoreaba que yacía un artefacto de gran poder. Si los necrones buscaban algo, era muy probable que se dirigiesen allí e intentasen recuperar también dicho objeto. Y el príncipe demonio no tenía ni la más mínima intención de permitirlo.
estupendisimo informe!
ResponderEliminarme alegro de que empeceis a publicar tambien aqu fotos de vuestras partidas